viernes, 17 de octubre de 2014

Anónimo. San Ignacio de Antioquía

San Ignacio de Antioquía. 1486. Anónimo de Florencia
Témpera y óleo sobre tabla. Medidas: 116 cm x 45 cm.
Museo Rijksmuseum. Amsterdan

Recordamos hoy a uno de los más célebres mártires de la primitiva Iglesia: san Ignacio de Antioquía. Fue discípulo de san Juan el Evangelista. Siendo obispo de Antioquía de Sira fue condenado a muerte, muy anciano, a comienzos del siglo II, debiendo viajar hasta Roma, donde fue echado a las fieras. Conservamos de él una notable colección de cartas, que escribió durante su viaje a Roma, pidiendo el auxilio y la oración de distintas comunidades cristianas.

La obra que contemplamos es una tabla que debió formar parte, junto con otra similar de san Sebastián, de un retablo, pintada por un autor anónimo florentino a finales del siglo XV. Aparece revestido con capa y estola, portando en la mano el báculo y en la cabeza la mitra episcopal. Su mano izquierda porta un corazón, sobre el que se lee la palabra Ihesus, atravesado por la palma de su condición de mártir.

En el Oficio de Lecturas de este día leemos el célebre fragmento de su Carta a los Romanos, en el que dice san Ignacio que es trigo de Dios, que ha de ser molido por los dientes de las fieras. Éstas son sus palabras:

Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios.

De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.

El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios.' No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.

No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.

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